Sus ojos acariciaban cada esquina de mi ser, desvelaban la pasión que su boca pretendía esconder en un acto fallido. Su mirada me desnudaba, me dejaba frágil, transparente, me llevaba a un sitio donde ya no quedaba pudor; solo él y yo. Sus labios rosados, finos y deseosos de probar los míos, provocaban una tormenta en mi interior mostrándome las ganas y el poder que tenían sobre mi. Sus manos, empezaban a acariciar mi espalda haciendo más intenso el deseo que había entre nosotros. Nuestros cuerpos poco a poco se acercaban y no dejaban de hacerlo, cosa que provocaba un calor que parecía capaz de hacer nacer algo nuevo; pero a la vez, de romperme en mil pedazos. Subían delicadamente, esas caricias despertaban algo que yo guardaba muy adentro y que solo él sabía hacer salir. Dejándome llevar apoyé la cabeza sobre su hombre: un acto dulce y cariñoso que me conducía a experimentar esa olor suya tan peculiar. Esa olor llevaba su nombre, esta ya se había apoderado de mi corazón y ahora ya no quería salir de él.
Creía que le quería y quizás le había querido pero, en ese momento me di cuenta de que yo ya no lo hacía; ya era demasiado tarde, querer era una palabra demasiado poco contundente para expresar con palabras lo que mi corazón sentía. Él era el único que me dejaba sin respiración con un solo gesto, una sola palabra. Él era el culpable de experimentar esas cosquillas en la barriga. Ya era demasiado tarde, ya no le quería, yo le amaba e incluso esa palabra era poco para expresarlo. Mientras mi cabeza rondaba en mil y un pensamientos, sus manos ya había sobrepasado el límite de lo legal y ahora ya empezaba a entrar en terreno demasiado peligroso. Contemplando sus ojos esmeralda tan llenos de personalidad levanté los brazos para facilitar la faena. Una pequeña sonrisa se dibujó en su cara; parecía un niño pillo. Sus pómulos marcados, demostraban una dureza que era ausente esos momentos. Por un segundo, parecí ver a un cuerpo frágil abrazado a mi, incluso con miedo a hacerme daño, con un cuidado especial. Los dos abrazados nos dejamos llevar a la luz de la luna eterna: luna que nunca muere.
Creía que le quería y quizás le había querido pero, en ese momento me di cuenta de que yo ya no lo hacía; ya era demasiado tarde, querer era una palabra demasiado poco contundente para expresar con palabras lo que mi corazón sentía. Él era el único que me dejaba sin respiración con un solo gesto, una sola palabra. Él era el culpable de experimentar esas cosquillas en la barriga. Ya era demasiado tarde, ya no le quería, yo le amaba e incluso esa palabra era poco para expresarlo. Mientras mi cabeza rondaba en mil y un pensamientos, sus manos ya había sobrepasado el límite de lo legal y ahora ya empezaba a entrar en terreno demasiado peligroso. Contemplando sus ojos esmeralda tan llenos de personalidad levanté los brazos para facilitar la faena. Una pequeña sonrisa se dibujó en su cara; parecía un niño pillo. Sus pómulos marcados, demostraban una dureza que era ausente esos momentos. Por un segundo, parecí ver a un cuerpo frágil abrazado a mi, incluso con miedo a hacerme daño, con un cuidado especial. Los dos abrazados nos dejamos llevar a la luz de la luna eterna: luna que nunca muere.